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Habían sido unos días difíciles. Había faltado al cole más de la cuenta y pasaba mucho tiempo en casa de su vecina Mercedes, una mujer encantadora que vivía en el piso de abajo y a la que su hermana mayor y él llamaban Mamá Mercedes por todo el tiempo que se había ofrecido a cuidarlos cuando hizo falta. Su padre llevaba mucho en el hospital y en las últimas semanas su madre casi no salía de allí, por lo que eran su hermana y Mamá Mercedes las que lo cuidaban y alimentaban. David disfrutaba de no ir al cole, pero echaba de menos a sus padres. Había ido alguna vez a verlo, pero el tiempo se le hacía eterno en el hospital y era muy pequeño para entender lo delicado de la situación.
Tres días antes de su día preferido, su padre volvió a casa. Estaba muy delgado y debilitado, pero David apenas se daba cuenta de ello ¡al fin papá había vuelto! Y lo mejor de todo, cuando entró por la puerta le dijo que ese fin de semana irían juntos a ver el equipo de su alma jugar al fútbol, donde debe verse, “en el templo, en el Villamarín”, le dijo.
El tiempo hasta el día del partido pasó más lento que nunca. Había vuelto al cole, pero no se enteraba de nada, mitad por todo lo que había faltado, mitad porque los nervios no le dejaban pensar en otra cosa que no fueran ir con su padre al fútbol el sábado. ¡Al fin vería al Real Betis Balompié en vivo y en directo!
Se imaginaba una goleada de su equipo, abrazándose a su padre en cada gol y gritando hasta que se quedaba sin aliento, se imaginaba mil escenarios distintos, mil jugadas distintas, patadas, ocasiones, regates. Todo lo que escuchaba junto a su padre cada jornada en la radio del salón. Pero fue eso y mucho más.
Llegó el sábado y toda la familia estaba emocionada. David no podía entenderlo. El fútbol nunca había interesado a su madre y su hermana, ¿por qué estaban ahora casi tan ilusionadas como él? Daba igual, en realidad. Cuando llegó el momento de salir, llegaron las instrucciones de su madre, primero a su padre: “no te esfuerces demasiado, descansa” y “no te hagas el héroe y preocúpate de regresar bien a casa”; y luego las que le correspondían a él: “pórtate bien”, “no te alejes de papá”, “haz todo lo que él te diga”, “pásalo bien” y “suerte” fueron las que recordaba cuando salía, aunque en realidad eran las mismas que le daba su madre siempre que salía con otra persona… excepto lo de suerte, que entendió que iba referido al partido, y le hizo reír…
¿Quién necesita suerte cuando va con el mejor equipo del mundo? ¡Iba con su padre al fútbol por primera vez! ¡Nada podría chafar ese día!
Al llegar al campo, David quedó impresionado con el tamaño del estadio. Desde La Palmera se levantaba majestuoso lo que su padre llamaba “El Templo” o “Mi otra casa”. Lo había visto algunas veces en la tele, en blanco y negro, pero aquello era grandioso, enorme, descomunal. El campo más grande del mundo, sin duda. Y el más bonito. El padre le llevó hacia la puerta y le dijo que verían el partido en Preferencia, el lado más caro del campo, ya que aquel era una ocasión especial para su hijo preferido. David se sintió flotar a pesar de que sabía que eso era una broma, ya que era su único hijo, tenía que ser el preferido por narices. Pero sí le resultó raro que fueran al sitio más caro sabiendo que en casa, debido a que el padre no trabajaba desde hacía meses, las cosas no estaban muy boyantes. Pero con diez años, esas cosas desaparecen muy rápidamente de la cabeza.
Tuvieron que subir muchas escaleras. Muchísimas. Y su padre se paró al menos tres veces a tomar aire mientras sonreía a su hijo repitiéndole que ya no era tan joven. Cuando salieron a la grada por una puerta que a David le hizo partirse de risa porque se llamaba Vomitorio, el crío casi se cayó de culo. Aquella visión fue emocionante, veía el césped ahí abajo y a los jugadores muy chiquititos, tan cerca y tan lejos a la vez, con los ídolos de su padre, y los suyos, más cerca que nunca. Sin embargo, fue el ambiente lo que le dejó boquiabierto. David miró a su padre con la ilusión a flor de piel, y le descubrió mirándolo fijamente y llevándose la mano a los ojos “se me ha metido algo en el ojo, hijo, vamos a sentarnos, ven” le dijo.
David vivió aquellas dos horas con una intensidad que creyó que saldría volando. Cuando el campo entero cantó el himno se le pusieron los pelos de punta por primera vez sin que hiciera frío, por puro sentimiento, y cuando fue a decírselo a su padre se fijó en su brazo y vio que a él también le salían esos extraños puntitos. Cuando el árbitro pitó el inició del partido su corazón latía al ritmo del bombo del grupo que animaba en el gol sur. Cuando su equipo recibió un gol en contra, David sintió que el mundo se hundía, pero su padre lo abrazó y le explicó que “en fútbol, hasta el rabo, todo es toro”. Y que “para el Betis, levantarse ante las adversidades era asignatura obligada”. Algo que él no entendió, pero que al venir de su padre, y ver que lo decía con total confianza, supuso que era algo bueno.
Su padre le explicó cosas del juego mientras animaban a su equipo. Aprovechaba los momentos en los que David paraba a coger aire para contarle cómo funcionaba el fuera de juego, por qué los delanteros tenían que evitar estar más adelantados que los defensas y por qué los defensas tenían que intentar estar siempre en línea. Le contó que cuando él era joven jugaba de libre, y que sospechaba que era una posición que acabaría desapareciendo. Intentó explicarle porqué los movimientos sin balón son importantes en el fútbol señalando con el dedo a los jugadores cuando se movían al centro, llevándose a su marcador tras él y dejando el espacio en la banda. David intentaba empaparse de todo lo que decía su padre, a pesar de que los nervios podían con él. En el descanso no pudo ni comerse el bocadillo que su madre le había preparado para merendar. Sólo quería fúbol. Betis. Su Betis. Cuando llegó el empate en la segunda mitad su padre llevaba callado un rato, como queriendo recuperar energías para saltar con el gol. David y su padre se abrazaron el uno al otro, se abrazaron con las demás personas de la grada, y gritaron como nunca habían hecho juntos. Quedaban diez minutos y David no podía parar. Apenas miraba ya a su padre, pero cuando lo miraba con los ojos brillantes por la emoción, lo veía ahí detrás de él, con cara de felicidad, sonriéndole, transmitiéndole seguridad. Cuando su equipo marcó en tiempo de descuento el gol de la victoria, el estadio entero se volvió loco, y David creyó, abrazándose con su padre como nunca, que moriría de felicidad.
Apenas recuerda nada del regreso a casa. Su madre le preguntó por los detalles y él fue incapaz de dárselos. Estaba en una nube y en un estado de euforia que nunca había vivido. En su cuarto, más tarde, cree recordar que su padre tardó en bajar aún más tiempo que en subir, y que esta vez le dijo que ya era suficientemente mayor para buscar un taxi. Lo que le hizo sentir especialmente orgulloso. Cuando entró en el taxi el conductor le preguntó si se encontraba bien, y su padre respondió “¿Con una victoria en el último minuto? ¡Estoy en la gloria, amigo!”, mientras guiñaba el ojo mirando a David.
La cara de su madre, sin embargo, reflejaba preocupación. Pero el chico no lo interpretó bien, y enseguida empezó a hablar a gritos y a contarles a ella y a su hermana, que por algún extraño motivo ese sábado no había salido, la gran victoria de su equipo. Cuando David paró a respirar la madre sonriendo le preguntó:
—¿Te lo has pasado bien, entonces, David?— aunque conocía perfectamente la respuesta.
—El mejor día de mi vida mamá, ¡el mejor!